jueves, 26 de diciembre de 2013

CUENTOS DE NAVIDAD

Gracias, David, por participar en este especial Navidad. Felices escrituras.


Cenas especiales

Los pendientes de aro tintineaban con el vaivén de los baches y sonaba el ruido del motor del aire caliente. Con él, lograba evitar que se empañara la luna del Land Rover. Lola sujetaba con determinación el volante. La vibración hacía temblar sus tríceps. Tenía miedo: de siempre, a circular por una pista forestal cuando era de noche; el novedoso era el que estaba experimentando ante la incertidumbre del plan que iba a ejecutar.
            Según le habían comentado, el lugar exacto se hallaba en el campo anexo a la paridera derruida del Tito Manuel. La imagen de la Virgen de los Dolores se balanceó después de apagar el motor. Lola la sujetó con la mano. Estiró del cordón que la unía al retrovisor para besarla. Dejó los faros encendidos, enfocando a los olivos. La llovizna era tan leve que apenas aguijoneaba la capa de nieve que cubría el suelo. Sacó del maletero las bolsas de la compra y las colocó con cuidado en los asientos traseros para que los frascos no se rompieran. Junto al nombre del supermercado estaba estampado el rostro de un Papá Noel sonriente. Apartó una manta y cogió la pala. Pensó que iba a acabar con el abrigo calado. Tendría que quitárselo antes de que la vieran o inventar una excusa de camino a casa.
            Desde allí, observó una pequeña elevación artificial. Bien podría ser. Las botas se hundieron en la nieve a cada paso. Se detuvo. No podía soportar ese chasquido. Tampoco le gustaba el silencio, y quería librarse del sonido de las paladas de tierra. Volvió sobre sus huellas y encendió el motor. Conectó el equipo de música del coche. Eligió algo alegre: sevillanas.
            Se trataba del montículo que buscaba. Menos de un metro de profundidad hasta llegar a la caja, pero le llevó casi dos horas de trabajo. Notó sudor en sus axilas, principalmente, aunque todo su cuerpo estaba húmedo bajo el abrigo. Tosió mucho debido a la fatiga y al frío. Al día siguiente, era probable que amaneciera enferma. Si todo salía bien, carecería de importancia.
            El baúl era rudimentario. La madera estaba todavía fresca, recién pulida. Escobilló, con las manos enguantas, la tierra de la tapa. Estaba cerrada con un grueso candado. Intentó partirlo a golpes con la pala. En vano. No tenía fuerza suficiente. Lola, desesperada y cansada, apoyó su espalda en uno de los troncos rugosos. La música le trajo imágenes junto a su marido bailando en la Feria. Cuando la cogió de la mano y la llevó detrás de una carpa. Cuando se besaron furtivamente. Miró el Land Rover y se le ocurrió una idea.
            De vuelta al punto donde se encontraba el baúl, con una gran tenaza en la manos, se tropezó con un tocón y cayó de bruces. Empapó también el pantalón vaquero y rasgó sus guantes de lana. Se arrodilló junto al cierre. Respiraba con rapidez. De su boca y nariz salía vaho abundante. Pinzó la armella con cada uno de los filos cortantes en que acababan los brazos de la herramienta. Estaba exhausta, pero confiaba en poder romper la anilla: debería ser más fácil que la horquilla del candado. Con rabia, presionó.

A Francisca la llamaban Paquita en el pueblo. Madre, le decía Pascual. Lola, en conversaciones con otras personas, se refería a ella con la palabra suegra. Sin embargo, cuando hablaba directamente con Francisca utilizaba la tercera persona del singular: respetuoso, pero en menor medida que usted. Aquello era una sutil, algunos pensarán que asustadiza, muestra de desprecio.
            Pascual subió las maletas desde la cochera a la planta calle. Tras él, Francisca apoyada en su cayado de nogal. Los dos niños dejaron de toquetear las bolas del árbol navideño y corrieron a recibir a su abuela. Lola escuchó las voces excitadas de sus hijos desde la cocina. Se dirigió con desgana al salón. Saludó a Francisca y se dispuso a besarla, con cierta inseguridad. De nuevo recibió un bofetón que nunca llegó a ser, pero era como si lo fuera por doloroso y evidente: Francisca pasó a su lado, bordeándola, y la dejó ligeramente agachada.
            La abuela subió a la primera planta donde estaba su habitación. Se ayudaba en la pasamanería y levantaba con pesadez sus piernas hinchadas para superar, de uno en uno, los escalones. Pascual vigilaba sus movimientos, presto a prevenir cualquier resbalón, mientras repetía lo de todos los años: <<Ni una pedrea>>. Francisca regresaba a casa el día del sorteo de Navidad. Así lo convinieron Pascual y su hermana, desde que hacía cinco años hubo enviudado. Por ello, Lola detestaba el sorteo y mientras los demás compraban décimos con la ilusión de obtener un premio, ella maldecía porque se acercaba el pistoletazo que daba comienzo a seis meses de convivencia con su suegra.

El veinticuatro de diciembre, Lola se acicaló con rapidez tras recoger la cocina. Francisca estaba sentada en el sofá viendo la televisión. Los niños, sentados en el suelo, jugaban con unos coches. Francisca levantó la vista cuando escuchó los pendientes en el piso de arriba.
            Lola informó a su suegra de que se marchaba al funeral de los Fernández y que luego iba a hacer las últimas compras para la cena. Francisca no la miró.
            —Cuando vuelva Pascual, dígale que me llevo el Land Rover. No creo que hoy vaya a cazar —Lola se dio la vuelta enfadada, dispuesta a marcharse, pero se detuvo—. Ah, y le dejo a los niños.
            —De eso nada —contestó tajante Francisca—. Esta tarde pensaba ir a ver a Carmen.
            A pesar de que era costumbre para Francisca en su vuelta, aquellas visitas la molestaban más que nada en el mundo a Lola. Al principio, pensó que quizá su suegra todavía guardaba cariño a Carmen o que era necesario un tiempo hasta que su amistad se debilitara. Pero luego, intuyó que a Francisca no le importaba mucho Carmen; la visitaba para enfadarla y para que siempre tuviera presente que ella, la madre de Pascual, prefería a Carmen antes que a su nuera.
            —Tendrá que dejarlo para otro día, porque no me pienso llevar a los niños a un funeral.

Lola se detuvo a dar el pésame a los allegados y a hablar sobre la tragedia ocurrida. El pueblo entero coincidía en los testimonios. La agonía de la familia Fernández, un matrimonio que no llegaba a los cincuenta años y su hija adolescente, fue cruel. En aquel momento, Lola todavía no había planeado nada. Se percató de que había dejado de nevar.
            Pensó en la sección de congelados. Únicamente le quedaba por comprar algo para el postre. Se había decidido por una tarta helada. Metió unos mazapanes en el carro, por si acaso venían los vecinos. Aunque su amiga ya sabía que en Nochebuena, y en realidad durante todas las fiestas, Lola no estaba de humor para cantar villancicos. En el trayecto hacia las cámaras frigoríficas, Lola pasó por el pasillo donde estaban las conservas. Se quedó paralizada. Soltó el carro y los brazos cayeron inertes a los lados. Las ruedas metálicas avanzaron con lentitud por el suelo embaldosado. El chirrido estridente cesó cuando el carro chocó con una estantería. Lola contempló con espanto los botes de espárragos y cardo y las latas de piña y melocotón en almíbar. Giró el cuello hasta divisar las carnes en una repisa a la derecha, a media altura. Cogió un frasco de manitas de cerdo en escabeche. Sintió como si le quemase al tocar su envoltorio de papel negro satinado; al palpar que bajo él, estaba el vidrio fresco y seco; y por último, al ver flotar en el líquido la carne como un feto muerto.
Recordó la explicación que le había dado un primo de los Fernández.
—La Juana se levantó malamente, con muchas náuseas hasta que se alivió en el baño. Pero no le dieron importancia, mi primo Eladio pensó que serían las molestias típicas en las mujeres. Al poco rato, me contó que le vino la niña toda asustada porque veía doble. Mi primo le dijo que cómo iba a ser eso, que pestañeara fuerte, pero nada, que la niña seguía igual. Le preguntó si se había dado un golpe en la mollera o había fregado su baño con lejía y la había respirado. A la chiquilla no le había pasado nada raro.
 >>La Juana se puso nerviosa y mandó al Eladio a llevar a la niña al médico. Fueron a las urgencias del centro de salud, y el sinvergüenza que la atendió, el nuevo que está desde octubre, ¿sabes quién? Ese la estuvo mirando un rato y le dijo que iba a necesitar gafas. Que al día siguiente fuese a la óptica. Así que volvieron un poco más tranquilos a casa, pensando que lo que le pasaba no era grave.
>>La Juana no probó bocado en la comida. Se tomó una cucharada de Primperan para dejar de devolver. No quería ir al médico porque decía que acababan de estar con la niña, que cómo iban a ir dos veces seguidas personas de la misma familia. Ya conocías tú a la Juana, que siempre ha sido muy mirada y prudente. El caso es que mi primo decidió llevarla al hospital cuando se le empezó a trabar el habla. No le entendía ni mijina, decía que tenía la boca reseca y la lengua hinchada. Al desdichado del Eladio se le ocurrió tarde, justo cuando se le dormían a él los brazos y las piernas. A duras penas, pudo marcar mi número. Yo llegué a toda prisa a la casa. Me llevé una impresión grande al encontrármelos en ese estado. Mi primo no se podía ni cantear, su mujer parecía como los niños con retraso que les cuesta hablar y la pobrecita de mi sobrina ya estaba como en otro mundo. Le decías y no respondía, parecía como drogada con los párpados caídos. Cuando los abrí, tenía las pupilas dilatadas a más no poder. Casi no se le veía el blanco de los ojos. Era todo muy raro. Pensé: si llamo a la ambulancia, cuando llegue estos están muertos. Así que los subí al coche y los llevé para Ecija.
>>Le estuvieron preguntando a mi primo sobre lo que había pasado, pero ya estaba muy enfermo. Yo les conté esto mismo que acabas de escuchar. Lo mismito que me dijo Eladio. Me insistieron en qué habían comido ese día y el día anterior. No lo sabía. Me cago en la puta, si le hubiera preguntado a mi primo, aunque hubiera sido en el coche de camino, pero con los nervios yo lo único en que pensaba era en que vaya faena, y en estas fechas, y en la carretera y en llegar volando.
>>A las tres horas o así, me informaron que la niña había entrado en paro respiratorio, que la tenían entubada pero que pintaba malamente. Me pidieron que volviera a la casa de mi primo o que mandara a alguien allí para intentar descubrir lo que habían comido. Fue mi hijo y vio dos platos con macarrones con tomate que apenas habían tocado. No sé si les valió de algo a los médicos. La cosa es que se marcharon los tres casi a la vez: primero la niña, luego la madre y, al final, el Eladio.
>>Ayer vinieron unos de la Junta a registrar la casa. Encontraron un frasco de cristal en el cubo de la basura. Me preguntaron a mí, como si yo hubiera estado con ellos el martes para saber qué coño comieron del bote. Les dije: miren ustedes, mi primo hacía muchas conservas de membrillo, tomate y carne. Me miraron extrañados. Lo normal en el campo: se recogen los frutos y se hace la matanza, les tuve que explicar. Se llevaron una muestra de lo que había en la despensa y luego llenaron un arcón con todos los botes. Me explicaron que se los llevaban a analizar para saber si los habían ingerido en mal estado y si se habían envenenado como parecía ser, y que iban a enterrar todo lo demás. Les acompañé a las eras viejas, justo pasada la paridera del Tito Manuel. Que he pensado que habrá que dar parte al ayuntamiento porque no vaya a ser que alguien coja las aceitunas que hay allí sembradas ahora, y le pase lo mismo que a mi primo. Porque digo yo que esa bacteria contaminará el suelo, como paso hace años con lo de la central esa de los rusos.
>>Sí, fue una bacteria. Esta misma mañana me ha llamado el técnico de la Junta. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba? Gotulismo, botulismo o algo así. Que es un bicho muy dañino que está en las conservas en mal estado. Según me ha comentado, lo han detectado en el cerdo. Que no se darían cuenta porque la bacteria esa no pudre la carne, es decir que no huele ni sabe mal ni da mal color. Mala suerte. Y que hagamos lo que queramos, pero que no es negligencia del hospital porque los pocos casos que se han dado, suelen acabar en muerte fulminante.

Lola no marcó los platos de una manera especial. Era innecesario. Francisca sería la única comensal que tomaría las manitas de cerdo. Eso sí, metió rápidamente, antes de que su marido pudiera entrar en la cocina, la cuchara y el tenedor con que había manipulado el alimento junto a los guantes de látex en una bolsa de basura. Sintió como las rodillas y las palmas de las manos le ardían. Pascual escanció vino en su copa.
            —Madre, ¿no prueba las manitas?
            —No me apetece.
            —Como sé que no le gusta el cordero, le he preparado esto. Coma algo, no se vaya con el estómago vacío a la cama —dijo Lola.
            —El cordero me gusta, y mucho. El que no puedo tragar es el que asas tú. Siempre te sale reseco.
            Los ojos de Lola se humedecieron. Pascual convenció a los niños para ir a acostarse porque Papá Noel podría aparecer en cualquier momento. Protestaron porque querían postre.
            —Haremos una excepción y hoy tomaremos el flan en la cama.
            Lola impulsó la silla hacia atrás. Antes de levantarse, miró fijamente a su suegra.
            —¿Por qué me trata de esta forma?
            —¿Por qué? —Francisca sonrió con malicia.
            —Me imagino que es por la misma razón por la que visita a Carmen.
            —Ella es la que debería estar aquí sentada y no tú. Mis nietos tendrían que tener sus rasgos. Carmen iba a casarse con Pascual, estaban prometidos hasta que apareciste con las pechugas al aire y engatusaste a mi hijo. Eso jamás te lo perdonaré. Así que ni sueñes que te vaya a tratar bien, muerta de hambre. Ya sabías que hacías mal, que ibas a romper una pareja, pero te trajo sin cuidado. Lo que querías era resolver tu futuro con un marido con posibles. De momento, te ha salido bien, pero no cantes victoria: la vida da muchas vueltas.
            Lola pensó en abrirle la boca, tirando de ella con las dos manos hasta hacerle sangrar. Y luego meterle las manitas sin quitar siquiera los huesos y obligarla a que las tragara. Y mantener su boca sellada, pinzando los labios para que no pudiera escupir o vomitar el cerdo infectado. Pero fue consciente de que no podía hacerlo. Impotente, se marchó llorando a la cocina.
            Cuando Pascual bajó y vio que no estaba Lola sentada a la mesa, se temió la discusión. Preguntó a Francisca, pero se mantuvo en silencio, sin girarse hacia él. Oyó el llanto y fue a la cocina. Lola manoteó cuando Pascual intentó rodearla con el brazo. Se fue al dormitorio, dando portazos a su paso.
            Pascual se sentó con gesto resignado. Se dispuso a dialogar, pero se detuvo y cogió la copa de vino. Lo saboreó.
            —Madre, coma algo antes de que se le enfríe.
            —No pienso probar nada de lo que haya hecho la golfa de tu mujer.
            —No lo ha cocinado ella. Me ha dicho que lo ha comprado esta tarde, especialmente para usted.
            Francisca observó el plato. Las manitas tenían buen aspecto y olían de maravilla. Francisca echó hacia atrás la silla. La empuñadura curva del bastón se movió levemente. Volvió a colocarse la servilleta sobre los muslos y levantó los cubiertos. 

David García Molina

martes, 24 de diciembre de 2013

CUENTOS DE NAVIDAD

                                       UNA NAVIDAD SIN FRONTERAS
                                                               Por Michel de Bergerac


         —¡Ho, ho, ho! ¡Feliz Navidad! —exclamaba sin pausa Papá Noel, mientras recorría los inmensos pasillos abarrotados de gente del centro comercial.
          —¿Eres tú el verdadero Santa Claus? —le preguntó una niña de ojos claros que iba de la mano de una señora muy elegante.
           —¡Por supuesto que sí! —respondió él.
           —Entonces, ¿quién es el otro Papá Noel que acabo de ver en la entrada?
           —¿En la entrada? ¡Ah, sí! Ese es un mentiroso que se hace pasar por mí. Pero tú no le creas, que el auténtico soy yo. Mi verdadero nombre es Nicolás, aunque soy más conocido como Santa Claus o Papá Noel. ¿Quieres un caramelo?
          La niña abrió la mano y él le dio un puñado de pequeñas golosinas que ella se apresuró a guardar en uno de los bolsillos de su abrigo. Después, le dijo adiós y se perdió con su madre entre una multitud de personas cuyo número iba aumentando a medida que avanzaba la tarde.
          —¡Ho, ho, ho! ¡Feliz Navidad! —seguía exclamando Papá Noel, mientras repartía chucherías a los niños y saludaba a los mayores.
          Aquel Santa Claus me resultaba familiar. Había algo en su mirada que me recordaba a algún conocido, pero no acababa de situarle en un contexto determinado. Tampoco su acento me era extraño. Ese deje tan propio de los ciudadanos de Europa del este me era también bastante familiar. Me acerqué para poder ver su cara más de cerca. Esos ojos… Sí, no había duda, era él.
          —¡Nicolai! ¡Cuánto tiempo! ¿Te acuerdas de mí?
          —¡Hombre, Pepe! ¿Qué haces tú por aquí?
        —Pues he venido a traer mi currículum por si necesitan personal, y también quería aprovechar para comprar algo para esta noche. Hace tiempo que busco trabajo, pero las cosas están muy mal en este momento. En fin, ¡qué te voy a contar! ¿Y tú? ¿Estás trabajando? —le pregunté yo.
          —Sí, se supone que estoy trabajando, si a esto se le puede llamar trabajar —me contestó él—. Me han contratado para la campaña de Navidad. Me pagan treinta euros al día por estar aquí doce horas felicitando a la gente y repartiendo caramelos entre los niños. Eso sí, tengo media hora para comer. Bueno, es lo que hay. Desde que nos dejaron en la calle hace cuatro años no he vuelto a tener un trabajo estable. Sobrevivo con lo que va saliendo y realizando alguna chapucilla que otra. Creo que si esto sigue así voy a tener que regresar a Bulgaria, a pesar de los muchos años que llevo viviendo aquí. ¿Y tu mujer? ¿Cómo está? ¿Habéis pensado en volver a Ecuador?
          —Pues, de momento, no. Preferimos esperar mientras podamos, a ver si mejora la cosa. A María le gustaría volver, sobre todo para tener a la familia más cerca. Sus padres se van haciendo mayores y ya no pueden seguir trabajando el campo. Y sus dos hermanos, los que vivían aquí, han regresado a Ecuador. Han montado un negocio en Guayaquil. Pero el principal motivo de quedarnos es que María está embarazada y sale de cuentas dentro de dos semanas. ¡Este año vamos a tener un buen regalo de Reyes! Por eso que no ha venido conmigo. Ha preferido quedarse a descansar un poco antes de preparar la cena de esta noche. Por cierto, ¿dónde vas a pasar la Nochebuena?
          —En casa, con una buena botella de vodka como única compañera. Mis dos compañeros de piso se han ido a ver a unos familiares que viven en la costa. Desde que mi hermano y su mujer regresaron a Bulgaria ya no me queda familia aquí. Pero bueno, luego les llamo por teléfono. Y después, beberé y beberé y volveré a beber, como los peces en el río, hasta que me quede traspuesto. Al fin y al cabo, es otro día más del año. Y estas fechas se pasan rápido. ¡Y tú vas a ser papá! ¡Enhorabuena, compadre!
          —¡Nada de eso! ¡Tú te vienes a casa a pasar la Nochebuena! ¡Faltaría más, compañero! María va a preparar un arroz con menestra y carne que está para chuparse los dedos. Después de la cena, a medianoche, vendrán también mis primos con sus mujeres y sus hijos para brindar por la Navidad con una auténtica chicha guayaquileña.
           —No, mejor en otra ocasión. No quiero molestar.
          —¡Pero qué molestia! ¡Estaremos encantados de que vengas, compadre! Además, tú eres como de la familia. Y a María le va a hacer mucha ilusión volver a verte. Eso sí, si quieres, te puedes traer la botella de vodka —exclamé, soltando una pequeña carcajada—. ¡Venga, que solo falta media hora para que cierren el supermercado y aún tengo que comprar algunas cosas! Espérame aquí, que en cuanto termine de comprar, me reúno contigo y nos vamos a casa.
          —Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María que me voy a emborrachar. Ande, ande, ande, la Marimorena… —empezó a cantar Nicolai, con el pulgar de la mano izquierda alzado, al tiempo que yo me dirigía hacia la entrada del supermercado.
          —¡Ho, ho, ho! ¡Feliz Navidad! —volvió a exclamar, sacando de uno de sus bolsillos unas cuantas golosinas, perdido entre el gentío que llenaba a rebosar el centro comercial a escasos minutos del cierre. 
          Después se acercó a la floristería y compró un ramito de flores variado y multicolor para llevar a María. Al salir, se topó con los tres Reyes Magos que estaban sentados dentro de un pequeño decorado navideño donde recibían a los niños y se hacían fotos con ellos. Nicolai se detuvo un momento al lado de Baltasar, a quien conocía. Era Mussa, un chico malí que también vivía en su barrio. Este le presentó a sus dos colegas españoles, Rosendo y Joaquín, que hacían de Melchor y de Gaspar. Eran buenos amigos y habían formado un grupo de rock. Les deseó a los tres una feliz noche y se dirigió al lugar donde había quedado conmigo.
          De camino a casa, y sentados en la última fila del autobús, los dos hablamos de aquellos años en los que trabajamos juntos como montadores en una fábrica de muebles. Ambos éramos carpinteros de profesión, pero la empresa quebró y nos quedamos en la calle. Ahora íbamos tirando de trabajos esporádicos y gracias también a algunas ayudas que recibíamos de vez en cuando de una organización caritativa. A los dos se nos había terminado el derecho a cualquier tipo de subsidio, pero a pesar de eso salíamos adelante. Nicolai había sido durante todo ese tiempo un excelente compañero, siempre dispuesto a echar una mano en todo lo que hiciera falta.
          Mientras nos alejábamos del bullicio de la ciudad, nos pareció ver una estrella fugaz cruzando el firmamento y que llevaba la misma dirección que nosotros.
          El autobús nos dejó en la plaza del pueblecito donde hacía dos años que vivíamos mi mujer y yo. Nos habíamos integrado muy bien, y los vecinos nos apreciaban, pues tanto María como yo les echábamos una mano con la limpieza de sus casas así como con las restauraciones de los viejos muebles de madera. Ellos nos ayudaban con la comida y cubriendo alguna que otra necesidad que nos surgiese a última hora.
          Estando ya cerca de la vieja casita de piedra que nos había alquilado el ayuntamiento a través de los servicios sociales, pudimos escuchar a una de las vecinas que, al verme llegar, gritó:
          —¡José! ¡Date prisa, muchacho! ¡María se ha puesto de parto y no conseguimos localizar al médico de zona!
          Por fortuna, la que sí que pudo venir fue la señora Magdalena, una antigua comadrona ya jubilada que vivía en un pueblo vecino. Cuando entramos en la casa, ella se encontraba junto a María y le explicaba como tenía que respirar. Yo corrí a sujetar su mano mientras ella apoyaba la cabeza sobre mi pecho.
          Después de unos minutos en los que los gritos de dolor se mezclaban con las órdenes de la comadrona, de repente se hizo un silencio que solo fue roto por el llanto del recién nacido que empezó a escucharse con claridad desde la calle. Era un niño, y tenía una buena mata de pelo negro como el azabache.
          La noticia del nacimiento se extendió con rapidez por los pueblos vecinos, y hasta nuestra casa se acercaron muchos habitantes del lugar, desde pastores que llegaron con algún corderillo como regalo, hasta el mismo boticario en persona, quien trajo gasas, calmantes, y varios paquetes de pañales. También se presentó el médico, que no pudo venir antes porque él solito tuvo que atender varias urgencias en la zona y el pobre no daba abasto. Por desgracia, los recortes aplicados en el sector de la sanidad habían generado esta terrible situación. Luego llegaron Mussa, Rosendo y Joaquín, a quienes había avisado Nicolai para que trajesen algo de ropa para el niño que acababa de nacer. Entonces, alguien preguntó:
          —¿Y cómo se va a llamar la criaturita?
          María y yo nos miramos por un instante y, al unísono, respondimos:
          —¡Le llamaremos Jesús!

                                          


                                                         




  
                             

 
          

                                                               

lunes, 23 de diciembre de 2013

CUENTOS DE NAVIDAD



También nuestros amigos lectores participan en el especial Navidad.

LA NAVIDAD Y SUS REGALOS

Pensaba que mi familia me quería tal como soy, pero la llegada de estas fechas hace que me replantee un año más esta afirmación tan contundente.
Me vais a dar la razón, sin duda, pero antes dejad que os cuente un poco sobre mí.

Mi nombre no importa, tengo 44 años y vivo sola por decisión propia. De verdad. No es que crea que nunca voy a encontrar con quien compartir la vida, todo lo contrario. Tengo tanta con quien hacerlo que en mi casa me gusta estar sola y ya está.
En ropa no invierto mucho, lo justo para no andar haciendo zurcidos a la que se va rompiendo y no me mato la cabeza con qué ponerme cada mañana ni como maquillarme, entre otras cosas porque no sé ni cómo hacerlo y no me importa.
No uso bolso, soy más de mochila y mi móvil es de los que todavía solo sirve para llamar.
Me encanta viajar sola, con un cepillo de dientes, una muda de ropa, un libro, una libreta, bolígrafo y poco más. Perderme para llegar a un sitio y creer que eres la primera en llegar a un lugar donde lo que importa es la gente y su entorno, no tener wifi, piscina climatizada, el spa o el detalle de bienvenida.
Adoro la música, casi toda. Y las cajas. Suena tonto pero me fascinan. Se pueden llenar de tantas pequeñas cosas…
No me extiendo más, creo que con esto y lo que diga a continuación estaréis conmigo sin dudarlo.

Ayer fue Nochebuena y la familia estaba reunida en torno al montón de regalos colocados en mitad del salón. La tradición familiar es abrirlos por turno, de uno en uno, así que cuando te toca todos están pendientes de tu reacción.
Eso es lo peor ya que es un esfuerzo enorme disimular cuando un regalo no te gusta y este año me lo han puesto realmente difícil.
Un jersey como los que le gustan a mi madre; un pantalón que solo me pondría para disfrazarme de roquera; un bolso rojo, pequeño e inútil; la funda para un móvil de última generación; otro jersey pero esta vez del gusto de mi hermana; un GPS…
Hasta aquí podría decirse que simplemente se niegan a verme como soy o, siendo benévola, piensan que no me compro ese tipo de cosas porque no tengo tiempo o “por no gastar” y que realmente son imprescindibles para mí.
El colmo ha sido regalarme un pack de avión+hotel+cava+bombones+spa “ todo el fin de semana planificado… ¡¡para dos personas!!
Definitivamente no les gusta como soy y me quieren cambiar por otra persona casada, vestida de señora y con el wassap echando humo mientras me dan un masaje en el hotel de moda mientras planeo con antelación mi próxima salida para saber que haré en cada momento del día…

Aunque tengo que decir que las cajas son maravillosas. Grandes y pequeñas,  de colores, con asas, plegables…

 MusyLetra Indecisa


domingo, 22 de diciembre de 2013

CUENTOS DE NAVIDAD

“Verde que te quiero verde.    
 Verde viento. Verdes ramas. 
 El barco sobre la mar           
Y el caballo en la montaña.”
 Federico García Lorca; Romance sonámbulo.

 ALIENTO

 Un año más se acercan las fechas con su noche y su día, y me pilla, como me pilla siempre últimamente, sin ganas de nada. Por no verles la cara, no sé dónde me iría, cualquier sitio sería bueno, menos estar aquí, haciendo buena cara a cada impertinencia que oiga, aguantando sus sonrisas fingidas, ¡serán cínicos! Y ella, buena es la señora, para reina sería única, saludar y sonreír lo hace como nadie. Y no digamos de la otra; esa, una ordinaria, qué pintas que lleva siempre, ya veremos el modelito que me trae para Navidad, ostentoso y hortera, seguro. Mis hermanos que de santos nada —¡menudos!—, lo tienen bien merecido. Siempre se ha dicho: “Dios los cría y ellos se juntan”. Mi hermana, pobrecita, siempre fue guapa y de tan buena tonta, se casó con un sinvergüenza prepotente, que por no verle los aires me iría a Pernambuco. Tengo que estar aquí, sin embargo.

 Estamos todos pensando en el menú, yo desganada, pero es tanta la ilusión de ellos, se reunirán con todos sus primos, algunos viven lejos y es la única oportunidad de estar todos juntos, juntos alrededor de unos abuelos que no sabemos cuánto más durarán a nuestro lado.

 Cada vez que despotricaba del trabajo y de la poca gana que tenía de celebraciones, mis hijos me daban una llamada de atención.

 —Mamá, ¡cállate!, si sigues así, serás peor que ellos, o al menos como ellos, y nos amargarás la oportunidad de disfrutar de la Navidad todos juntos.

 ¿Pavo o besugo? Lo decidimos a suerte y salió pavo. Para continuar con la tradición sacamos lo mejor del ajuar: los manteles de hilo de las grandes celebraciones, la vajilla de porcelana, la cristalería de Bohemia, la cubertería de plata. Todo localizado y puesto a punto. Ahora manos a la obra, comenzamos a preparar la comida. La cocina se puso que parecía azotada por un huracán, todos en casa ayudando y todos enloquecidos de un lado a otro. Unos, preparando el aperitivo; otros, es decir, yo, peleando con el horno y el pavo. “¡Nunca más!”, dije, pero ya se sabe que “nunca digas nunca jamás”. El tiempo corría más que nosotros, cuando nos dimos cuenta corrimos a ducharnos, perfumarnos y arreglarnos. Pero qué elegantes estaban, cómo habían crecido y qué guapos se habían hecho. Al pavo le quedaban diez minutos de horno; mientras esperábamos a los invitados acabaría de hacerse. Mi hija recordó que no había colocado las velas en la mesa. Lo hizo, y las rodeó de unas sencillas ramitas. Qué gusto tiene la niña, un detalle de nada y todo cambia.

 Todo listo, el reloj del horno a punto de sonar, el aperitivo en la mesa; nosotros arreglados, la música navideña sonando de fondo. Solo faltaban ellos, los invitados: la familia —¡Ay!, la familia—.

 ¡Din,don! ¡Din, don! Son ellos, listos, mejor dicho: lista. Me recompongo y con la mejor de mis sonrisas los recibo.

 Todo fueron abrazos y alegrías. Ya en la mesa nos pusimos a comer sin tregua, cuando oía alguna cosilla fuera de tono, miraba a mis hijos, a mis sobrinos y los veía a todos disfrutar, reír a carcajadas de pandereta, compartir sus vivencias y algún que otro secretillo que encendía sus ojillos picarones. Los mayores hacíamos lo que podíamos, pero poco a poco nos fuimos contagiando de la alegría de los más jóvenes y pequeños. Cómo en un pacto tácito decidimos guardar los desencuentros, desaires y agravios en el fondo de la zambomba. Seguían sonando los villancicos, las luces de las velas parecían no agotarse para no romper la magia, y seguir acompañándonos con su calidez. Me volví hacia El Belén, ahí estaban: la mula, el buey, San José y María; todos alrededor del niño Jesús, dándole su aliento, calentándole. Seguí contemplando la escena, y vi como me sonreían y de su ligera mueca de complicidad, entendí que su aliento también iba para todos nosotros; miré la mesa y a mi familia alrededor de ella, sentí un cálido soplo que erizó hasta mis entrañas, seguí llenándome de su felicidad y comprendí que, a pesar de todo, todavía había amor. Navidad que te quiero Navidad.